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Prenda de Vida Eterna: 20º Domingo del Tiempo Ordinario

por Padre Juan

La Primera lectura de la Misa muestra la invitación que Dios hace a los hombres desde antiguo: Venid a comer mi pan y a beber el vino... Este banquete es una imagen frecuentemente empleada en la Sagrada Escritura para anunciar la llegada del Mesías, llena de bienes, y de modo particular es prefiguración de la Sagrada Eucaristía, en la que Cristo se nos da como Alimento; y de este manjar nos habla San Juan, recogiendo las palabras finales de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, donde anunció el inefable don que habría de dejar a los hombres. Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo, nos dice Jesús: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y un poco más adelante añade: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida... Este es el pan bajado del Cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.

La Comunión, como alimento del alma, aumenta la vida sobrenatural del hombre; a la vez, y como consecuencia, da defensas para resistir a lo que en nosotros no es de Dios, aquello que se opone a la unión plena con Cristo. Ayuda a combatir la inclinación al mal y fortalece contra el pecado; aumenta la alegría que procede de Dios, el fervor y la fidelidad a la propia vocación. Al encender la caridad y despertar la contrición por nuestras faltas, borra los pecados veniales de los que estamos arrepentidos y preserva de los mortales.

Además, la Sagrada Eucaristía no solo es alimento del alma en su camino hacia Dios, sino prenda de vida eterna y anticipo del Cielo. Prenda es la señal que se entrega como garantía del cumplimiento de una promesa. En la Comunión tenemos ya un adelanto de la vida gloriosa y la garantía de alcanzarla, si no traicionamos la fidelidad al Señor.

En una antigua Antífona del culto eucarístico, rezamos: Oh sagrado convite, en el que se recibe a Cristo... el alma se llena de gracia, y se nos da una prenda de la gloria futura. El banquete es imagen muy empleada en la Sagrada Escritura para describir el gozo y la felicidad que alcanzaremos en Dios. El mismo Señor anunció que no bebería ya del fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba con vosotros de nuevo, en el Reino de mi Padre. Hace referencia a un vino nuevo5, porque ya no habrá la necesidad del alimento y de la bebida común: tendremos a Cristo para siempre en una unión vivísima, sin término, sin los velos de la fe. Ahora, en la Comunión, tenemos el anticipo y la garantía de esa unión definitiva, y «hace también presentes a todos los miembros del Cuerpo Místico más allá de las distancias y más allá de la muerte, porque el espacio y el tiempo quedan suprimidos en el Cristo glorioso allí presente»6.

¡Qué alegría poder estar con Cristo y entrar de alguna manera en el Cielo ya aquí en la tierra! «Agiganta tu fe en la Sagrada Eucaristía. -¡Pásmate ante esa realidad inefable!: tenemos a Dios con nosotros, podemos recibirle cada día y, si queremos, hablamos íntimamente con Él, como se habla con el amigo, como se habla con el hermano, como se habla con el padre, como se habla con el Amor».

En la Comunión, «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura»8, nos enseña el Concilio Vaticano II. Esta gloria eterna no es solo del alma, sino también del cuerpo, de todo el hombre9. El Señor hacía referencia al hombre entero cuando prometió que aquel que comiera de Él, vivirá por Él y no morirá jamás, y que Él le resucitará en el último día10. La Eucaristía proclama la muerte del Señor hasta que venga11, al final de los tiempos, cuando tenga lugar la resurrección de los cuerpos y vuelvan a unirse al alma. Así, quienes han sido fieles amarán y gozarán de Dios –con el alma y con el cuerpo– para siempre.

Jesús es la Vida, no solo la del más allá, sino también la vida sobrenatural que la gracia opera en el alma del hombre que todavía se encuentra en camino. Cuando Jesús acude a Betania para resucitar a Lázaro, dirá a Marta: Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre. El Señor vuelve a repetir aquí en Betania la enseñanza de Cafarnaún que hoy encontramos en el Evangelio de la Misa: quien le recibe no morirá.

Los Padres de la Iglesia llaman a la Comunión «medicina de la inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir por siempre en Jesucristo». Como el leño de la vid –enseña San Ireneo–, puesto en la tierra, fructifica a su tiempo, y el grano de trigo caído en la tierra y deshecho se levanta multiplicado y, «después, por la sabiduría de Dios, llega a ser Eucaristía, que es Cuerpo y Sangre de Cristo, así también nuestros cuerpos, alimentados con ella y colocados en la tierra y deshechos en ella, resucitarán a su tiempo...»14: esa garantía de la futura resurrección que es la Eucaristía actúa como semilla de la futura glorificación del cuerpo y lo alimenta para la incorruptibilidad de la vida eterna. Siembra en el hombre un germen de inmortalidad, pues la vida de la gracia se prolonga más allá de la muerte.

San Gregorio de Nisa explica que el hombre tomó un alimento de muerte (con el pecado original) y debe, por tanto, tomar una medicina que le sirva de antídoto, como quienes han tomado algún veneno deben tomar un contraveneno. Esta medicina de nuestra vida no es otra que el Cuerpo de Cristo, «que ha vencido a la muerte y es la fuente de la Vida».

Si alguna vez nos entristece el pensamiento de la muerte y sentimos que se derrumba esta casa de la tierra que ahora habitamos, debemos pensar, llenos de esperanza, que la muerte es un paso: más allá sigue la vida del alma, y un poco más tarde la acompañará el cuerpo, que será también glorificado; como ocurre a quien tiene que abandonar su hogar por alguna catástrofe, que se consuela e incluso se alegra al saber que le aguarda otro mejor, que ya no tendrá que abandonar jamás. La Sagrada Eucaristía no solo es anticipo, sino «señal que se da en garantía» de la promesa que nos ha hecho el mismo Señor: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día.

Mirad con cuidado cómo vivís; no sea como necios, sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, pues los días son malos, nos advierte San Pablo en la Segunda lectura de la Misa16. Ahora, como entonces, los días son malos, y el tiempo, corto. Es pequeño el espacio que nos separa de la vida definitiva junto a Dios, y las posibilidades de dejarse arrastrar por un ambiente que no conduce al Señor son abundantes.

El Apóstol nos invita a aprovechar bien el tiempo, el que nos toca vivir. Más aún, hemos de recuperar el tiempo perdido. Rescatar el tiempo –explica San Agustín– «es sacrificar, cuando llegue el caso, los intereses presentes a los intereses eternos, que así se compra la eternidad con la moneda del tiempo». Así aprovecharemos todos los momentos y circunstancias para dar gloria a Dios, para reafirmar el amor a Él, por encima de todo lo que es pasajero y no deja huella.

Cristo, en la Sagrada Comunión, nos enseña a contemplar el presente con una mirada de eternidad; nos muestra lo que es verdaderamente importante en cada situación, en cada acontecimiento. Ilumina el futuro y da perspectiva trascendente a nuestras obras bien hechas, avanzando cada jornada hasta dar el paso hacia una existencia nueva y eterna, ante la que el mundo de hoy nos parecerá como una sombra. En la Sagrada Eucaristía encontramos las fuerzas necesarias para recorrer el camino que todavía nos falta hasta llegar a la casa del Padre; «es para nosotros prenda eterna, de manera que ello nos asegura el Cielo; estas son las arras que nos envía el Cielo en garantía de que un día será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo en la Comunión».

Nuestras debilidades deben llevarnos a buscar fortaleza en la Comunión. En este sacramento, «es Cristo en persona quien acoge al hombre, maltratado por las asperezas del camino, y lo conforta con el calor de su comprensión y de su amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: Venid a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré (Mt 11, 28). Ese alivio personal y profundo, que constituye la razón última de toda nuestra fatiga por los caminos del mundo, lo podemos encontrar –al menos como participación y pregustación– en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en la mesa eucarística». Con Él, si somos fieles, entraremos un día en el Cielo, y lo que era garantía de una promesa se tornará realidad: la vida junto a la Vida por toda la eternidad.

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