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Viernes Santo

por Padre Juan

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos recordado en esta liturgia, en la oración y en el canto, el camino de Jesús en la vía de la cruz: una vía que parecía sin salida y que, sin embargo, ha cambiado la vida y la historia del hombre, ha abierto el paso hacia los «cielos nuevos y la tierra nueva» (cf.Ap. 21,1).

Especialmente en este día del Viernes Santo, la Iglesia celebra con íntima devoción espiritual la memoria de la muerte en cruz del Hijo de Dios y, en su cruz, ve el árbol de la vida, fecundo de una nueva esperanza. No una esperanza prometida sino una esperanza real, una esperanza ya cumplida.

La experiencia del sufrimiento y de la cruz marca la humanidad, marca incluso la familia; cuántas veces el camino se hace fatigoso y difícil. Incomprensiones, divisiones, preocupaciones por el futuro de los hijos, enfermedades, dificultades de diverso tipo.

En nuestro tiempo, además, la situación de muchas familias se ve agravada por la precariedad del trabajo y por otros efectos negativos de la crisis económica.

Ya hemos dicho en otras oportunidades que por la cruz llegamos al Cielo. La cruz no es una maldición, es una bendición. Abrázame a tu cruz oh Cristo bendito. Suframos en ti mi Dios amado. Amárrame a tu corazón roto cuando mi vida se tropieza. Dame vida de la tuya, de esa que salta a la eternidad donde no habrá más dolor.

El camino del Via Crucis, que hemos recorrido esta mañana, es una invitación para todos nosotros, y especialmente para las familias, a contemplar a Cristo crucificado para tener la fuerza de ir más allá de las dificultades, para tener certeza que “todo lo puedo en aquel que me fortalece”.

La cruz de Jesús es el signo supremo del amor de Dios para cada hombre, la respuesta sobreabundante a la necesidad que tiene toda persona de ser amada.

Cuando nos encontramos en la prueba, cuando nuestras familias deben afrontar el dolor, la tribulación, la separación, la deportación, la enfermedad, miremos a la cruz de Cristo: allí encontramos el valor y la fuerza para seguir caminando; allí podemos repetir con firme esperanza las palabras de san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?: ¿la tribulación?, ¿la angustia?,¿la persecución?, ¿el hambre?,¿la desnudez?, ¿el peligro?,¿la espada?... Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).

En la aflicción y la dificultad, no estamos solos: Jesús está presente con su amor, la sostiene con su gracia y le da la fuerza para seguir adelante, para afrontar los sacrificios y superar todo obstáculo.

Y es a este amor de Cristo al que debemos acudir cuando las vicisitudes humanas y las dificultades amenazan con herir la unidad de nuestra vida y de la familia.

El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo alienta a seguir adelante con esperanza: la estación del dolor y de la prueba, si la vivimos con Cristo, con fe en él, encierra ya la luz de la resurrección, la vida nueva del mundo resucitado, la pascua de cada hombre que cree en su Palabra.

En aquel hombre crucificado, que es el Hijo de Dios, incluso la muerte misma adquiere un nuevo significado y orientación, es rescatada y vencida, es el paso hacia la nueva vida: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn. 12,24).

Encomendémonos a la Madre de Cristo. A ella, que ha acompañado a su Hijo por la vía dolorosa. Que ella, que estaba junto a la cruz en la hora de su muerte, que ha alentado a la Iglesia desde su nacimiento para que viva la presencia del Señor, dirija nuestros corazones, los corazones de todas las familias a través del inmenso mysterium passionis hacia el mysterium paschale, hacia aquella luz que prorrumpe de la Resurrección de Cristo y muestra el triunfo definitivo del amor, de la alegría, de la vida, sobre el mal, el sufrimiento, la muerte. Amén.

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