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Devoción al Corazón de Jesús

por Padre Juan

Devoción, en su sentido primario, significa darse uno mismo a alguien o a algo. En el contexto de la verdadera religión, devoción significa una actitud de la voluntad, serena y constante; el fruto de una reflexiva decisión mediante la cual la persona se haya entregada en todo momento al servicio de Dios. Es la ofrenda de uno mismo a Dios, dedicándose a todas aquellas actividades que redunden en su honor. No otro es el compromiso de todo bautizado que, mediante el sacramento del Bautismo, pasa a formar parte del mundo cristiano.

Devoción es un hábito del espíritu, fruto de la virtud de la religión, que empapa la propia vida, que da sentido y forma a aquellos actos mediante los cuales alcanzamos la meta última: el servicio de Dios. Entre estos actos que nos guían hacia este fin último, encontramos las llamadas “devociones”,es decir, las actitudes religiosas, oraciones y prácticas, que acentúan aspectos particulares de la doctrina religiosa, o que pretenden rendir un servicio u honor, bien a determinados santos, o bien a los misterios divinos.

Estas “devociones,” poseen un valor extraordinario, en cuanto son medios para expresar aquella devoción última: el servicio de Dios. Actúan como terreno abonado para que el culto máximo, de glorificación de Dios, pueda brotar y florecer, porque, en resumidas cuentas, toda devoción busca y tiende a Dios único, a quien por ser quien es, se le debe el culto de adoración.

Si existe en la Iglesia una gran variedad de formas y prácticas devocionales, se debe a que el Espíritu, “que sopla donde quiere” (Jn. 3, 8), guía a las almas por diferentes caminos, preservando, sin embargo, un designio último de unidad, que obtiene, mediante esta variedad, toda su belleza.

Por esta causa, y ya que la Iglesia permite “nuevas devociones” y las hace suyas, es obligación nuestra interesarnos por ellas, sobre todo una vez examinadas y verificadas sus fuentes, y encontradas dignas de crédito de origen divino y en perfecta armonía con las revelaciones públicas que han sido transmitidas en las Sagradas Escrituras y en la Tradición.

La constitución concerniente a la Liturgia Sagrada del Concilio Vaticano II, nos enseña que las devociones populares, tal como las practican las gentes cristianas, son acogidas con simpatía e interés, siempre que no violen las leyes y normas de la Iglesia. Lo único que se espera es que todas las devociones se ordenen de forma tal, que se hallen en armonía con las estaciones litúrgicas concuerden con la Sagrada Liturgia, y de alguna forma deriven de ella y se encaminen a ella.

La devoción al Corazón de Jesús, no solo se ajusta enteramente a los requisitos ya mencionados en el documento Conciliar concerniente a la liturgia, sino que, además, se encuentra enraizada en la entraña del mismo Evangelio, de donde proceden todos aquellos ideales, actitudes, conductas y prácticas fundamentales, definitorias del auténtico cristianismo y peculiares del culto cristiano.

Y ¿qué es la devoción al Corazón de Jesús? La devoción al Corazón de Jesús, está totalmente de acuerdo con la esencia del Cristianismo, que es religión de amor. Ya que tiene por fin el aumento de nuestro amor a Dios y a los hombres. No apareció de repente en la Iglesia, ni se puede afirmar que deba su origen a revelaciones privadas. Pues es evidente que las revelaciones de Santa Margarita María de Alacoque no añadieron nada nuevo a la Doctrina Católica. La importancia de estas revelaciones está unicamente en que sirvieron para que, de una forma extraordinaria, Cristo nos llamase la atención para que nos fijásemos en los misterios de su amor. “En su corazón debemos poner todas las esperanzas”. Ya que “la Eucaristía, el Sacerdocio y María son dones del Corazón de Jesús” (Pío XII, Encíclica Haurietis Aquas).

..En la Sagrada Escritura

Del Corazón del Mesías hablan los Profetas, poniendo en su boca estas expresiones: “Porque Yavé está a mi diestra, se alegra mi corazón” (Sal. 16,9). “Todos mis huesos están dislocados, mi Corazón es como cera que se derrite dentro de mis entrañas” (Sal. 22,15). “Dentro de mi corazón está tu ley” (Sal. 40,9). “El oprobio me destroza el Corazón” (Sal. 69,21).

También el Nuevo Testamento hace referencias al Corazón de Cristo: “Aprende de mí, que soy de Corazón manso y humilde” (Mt. 11,29). “Un leproso se le acercó, suplicándole de rodillas: Si quieres puedes curarme. A Él se le conmovió el Corazón” (Mc. 1,41). “Se le conmovió el Corazón porque estaban como ovejas sin pastor” (Mc. 6,34). “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba, si cree en mí. Pues como dice la Escritura: brotarán de su Corazón ríos de agua viva” (Jn. 7,37-39). “Dios es testigo de cómo os quiero en el Corazón de Cristo Jesús” (Fil. 1,8).

Es interesante observar en el texto citado de San Pablo, que toma como modelo y centro del amor entre los Cristianos el amor de Cristo simbolizado en una parte de su cuerpo, su Corazón. Y en el texto de San Juan, aparece su Corazón, (que simboliza su amor) como la fuente del Espíritu que nos había de enviar (Cfr. Jn. 15,26) y a la que nos invita a acudir. Esto es ya iniciar toda una espiritualidad del Corazón de Jesús.

Pero queda otro texto, el más profundo, aunque no mencione expresamente el Corazón: “Al llegar a Jesús como vieron que ya había muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le atravesó el costado, y salió entonces sangre y agua. Y el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y el sabe que dice la verdad, para que vosotros creáis también. Eso ocurrió para que se cumpliera la Escritura: No le romperán un hueso. Y otro pasaje que dice: “Mirarán al que traspasaron” (Jn. 19, 33-37).

San Juan, en su Evangelio, tiene cuidado de suplir las lagunas de los sinópticos, y aquí llama la atención en narrar este hecho: contrapone los designios de los hombres de quebrarle las piernas, al plan de Dios, tan importante que está doblemente profetizado por la Escritu-ra; y sobre la lanzada que hace brotar sangre y agua, con toda solemnidad apela repetidamente a la veracidad de su testimonio; y todo para que creamos. ¿Qué hemos creer? Sin duda se trata de algo extraordinario, de un misterio de salvación.
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En Juan 7,39, se anuncia el misterio del Espíritu que se nos había de dar. Aquí, en Jn. 19,34, se nos da ese Espíritu, sale ya aquella agua prometida. Es decir, con la muerte de Cristo, muerte por amor completada y simbo-lizada en el Corazón traspasado, se consuma nuestra redención y el nacimiento de la Iglesia, del cuerpo místico de Cristo, o sea de nuestra incorporación a Cristo, y por Cristo a Dios.

Ver simbolizada en la sangre de la lanzada, la euca-ristía, y en el agua el bautismo, tiene la base teológica que el sacrificio eucarístico es renovación y representación de la muerte sangrienta de Cristo, completada por esa lanzada; y el bautismo es purificación del pecado y nacimiento a la vida sobrenatural, gracias a la muerte de Cristo, y asociándonos a ella. Ambos, pues, eucaristía y bautismo tienen su origen en la muerte de Cristo.

Misterio de salvación, fabuloso misterio de amor, razón última de Cristo, de toda su obra, y suprema lec-ción para nosotros. Nos lo desvela con emoción San Pablo: “A mí el menor de todos los santos, se me ha dado la gracia de anunciar la buena noticia de la insondable riqueza de Cristo, e iluminar la comunicación del miste-rio oculto desde siempre en Dios, para que su polifacéti-ca sabiduría sea conocida mediante la Iglesia” (Ef. 3,8-10), y pide a continuación: “se nos conceda comprender ese insospechado amor de Cristo para que lleguemos a la plenitud en Dios” (v.16-19). Este es el gran misterio de sal-vación revelado claramente por San Pablo y por San Juan. Fundamento bíblico de la espiritualidad del Cora-zón de Cristo, que no es otra cosa sino avanzar por ese camino de verdad hacia la plenitud del amor, simbolizado en el Corazón traspasado.

En la Tradición

Los Santos Padres y los escritores antiguos, pro-fundizando en estos pasajes bíblicos, consideran el cos-tado o el Corazón traspasado de Cristo, como símbolo, identificado con el hecho real del nacimiento de la Iglesia a la hora de su muerte. Es decir: el amor de Cristo es el origen de todas las gracias, incluida la Iglesia; pero un amor que ha llegado hasta la muerte para conseguirnos esas gracias; y ese amor doloroso, esperanza de resurrección triunfal, lo ven simbolizado más que en su cora-zón traspasado, en la herida del costado (aunque es el mismo hecho).

Así S. Justino: “hemos salido, como las piedras de una cantera, de las entrañas de Cristo”. Otra comparación frecuente es Cristo –Iglesia con Adán-Eva; como esta se formó del costado de Adán, así la Iglesia desde Cristo. S. Juan Crisóstomo: “de la herida de su costado ha formado Cristo la Iglesia, como antes Eva lo fue de Adán”. S. Agustín: “Adán duerme para que nazca Eva; Cristo muere para que nazca la Iglesia. Del costado de Adán dormido nace Eva. Muerto Cristo, la lanza abre su costado para que broten los sacramentos con los cuales se forma la Iglesia”.

Comienza en Orígenes la atención a San Juan, que reclinó su cabeza en el Señor (Jn. 13,23) y pudo allí beber el agua viva del conocimiento místico y de los misterios divinos. Continuó esta tradición en S. Agustín: “S. Juan, quien en la cena se reclinó en el pecho del Señor para significar así que bebía de su Corazón los más profundos secretos...”.

El último Santo Padre griego, S. Juan Damasceno, aconseja: “que nos acerquemos a este Corazón con deseo ardiente; para que el fuego de nuestro deseo queme nuestros pecados, ilumine nuestros corazones y de tal manera nos haga arder al contacto con el fuego divino, que nos transformemos en Dios”.

Esta tradición primitiva, al proponer, siguiendo la Escritura, el pecho del Señor como fuente de sabiduría, de amor y de gracia, de donde ha brotado por la herida mortal la Iglesia, y en donde hemos de introducirnos nosotros, a imitación de S. Juan, podemos decir que forma con todo esto el prólogo a la espiritualidad que irá cristalizando y perfeccionándose alrededor del Corazón de Cristo Jesús.

En la historia

Los Santos Padres muchas veces hablaron del Corazón de Cristo como símbolo de su amor, tomándolo de la Escritura: “Hemos de beber el agua que brotaría de su Corazon... cuando salió sangre y agua” (Jn 7,37; 19,35).

En la Edad Media comenzaron a considerarle como modelo de nuestro amor, paciente por nuestros pecados, a quien debemos reparar entregándole nuestro corazón (santas Lutgarda, Matilde, Gertrudis la Grande, Marga-rita de Cortona, Angela de Foligno, San Buenaventura, etc.).

En el siglo XVII estaba muy extendida esta devoción. San Juan Eudes, ya en 1670, introdujo la primera fiesta pública del Sagrado Corazón.

Santa Margarita María de Alocoque (monja salesa de Paray-le-Monial, Francia), en 1673 comenzó a tener una serie de revelaciones que le llevaron a la santidad y la impulsaron a formar un equipo de apóstoles de esta devoción. Con su celo consiguieron un enorme impacto en la Iglesia.

Se divulgaron innumerables libros e imágenes. Las asociaciones del Sagrado Corazón subieron en un siglo, desde mediados del XVIII, de 1.000 a 100.000. Unas 200 congregaciones religiosas y varios institutos secula-res se han fundado para extender su culto de mil formas.

El Apostolado de la Oración, que pretende conse-guir nuestra santificación personal y la salvación del mundo mediante esta devoción, contaba ya en 1917 con 20 millones de asociados. Y en 1960 llegaba al doble en todo el mundo, pasando en España del millón; sus 200 revistas tenían 15 millones de suscriptores. La mayor asociación de todo el mundo.

La Oposición a este culto siempre ha sido grande, sobre todo en el siglo XVIII por parte de los jansenistas, y recibió un fuerte golpe con la supresión de la Compañía de Jesús (1773).

En España se prohibieron los libros sobre el Sagrado Corazón. El emperador de Austria dio orden que desapareciesen sus imágenes de todas las iglesias y capillas. En los seminarios se enseñaba: “la fiesta del Sagrado Corazón ha echado una grave mancha sobre la religión.”

La Europa oficial rechazó el Corazón de Cristo y en seguida fue asolada por los horrores de la Revolución francesa y de las guerras napoleónicas. Pero después de la purificación, resurgió de nuevo con más fuerza que nunca.

En 1856 Pío IX extendió su fiesta a toda la Iglesia. En 1899 León XIII consagró el mundo al Sagrado Corazón de Jesús (Ecuador se había consagrado en 1874).

Y España en 1919, el 30 de mayo, también se consagró públicamente al Sagrado Corazón en el Cerro de los Angeles. Donde se grabó, debajo de la estatua de Cristo, aquella promesa que hizo al padre Bernardo de Hoyos, S.J., el 14 de mayo de 1733, mostrándole su Corazón, en Valladolid (Santuario de la Gran Promesa), y diciéndole: “Reinaré en España con más Veneración que en otras muchas partes" (entonces también América era España).

En el Magisterio de la Iglesia

¿Qué dicen los Papas de la Devoción al Corazón de Jesús?

“Para fomentar la piedad cristiana no hay nada tan oportuno y útil como este culto, espiritualidad la más segura” (León XIII).

“Encierra la síntesis de todo el cristianismo y la mejor norma de vida” (Pío XI).

“Es absolutamente cierto que se trata del acto más excelente del cristianismo.” “Es la mejor manera de practicar la religión cristiana.” “Los que estiman en poco este insigne beneficio dado por Jesucristo a su Iglesia ofenden a Dios” (Pío XII).

“Es una nueva luz, una llama de vida suscitada por el Señor para romper providencialmente la tibieza de los tiempos” (Juan XXIII).

“Este culto debe ser estimado en grado sumo por todos como la excelente y auténtica espiritualidad que exige nuestro tiempo, conforme a las normas insistentes del Concilio Vaticano II.” (Pablo VI).

“Tened fija la mirada en el Sagrado Corazón de Je-sús, Rey y centro de todos los corazones; aprended de Él las grandes lecciones de amor, bondad, sacrificio y piedad”. “Esta devoción responde más que nunca a las aspi-raciones de nuestro tiempo” (Juan Pablo II).

¿Y el Vaticano II qué dice de esta devoción?

El Concilio Vaticano II, aunque no detalla, sí recomienda los ejercicios de piedad cristiana (SC.13).

El Vaticano II tiene alguna alusión explícita al Sagrado Corazón diciendo que el Hijo de Dios “amó con Corazón de hombre” (GS. 22); y que “el nacimiento y desarrollo de la Iglesia, están simbolizados en la sangre y el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado” (LG.3).

El Vaticano II hizo pública profesión de este culto cuando al comienzo de la segunda sesión, ya bajo Pablo VI el primer viernes de octubre de 1963 toda la asamblea celebró la misa votiva del Sagrado Corazón.

El Vaticano II, sobre todo, recalca como fundamentales en la espiritualidad cristiana, todos los elementos constitutivos de la espiritualidad del Corazón de Jesús.

En la liturgia

La liturgia es el culto público, es decir: las acciones sagradas que por institución de Cristo o de la Iglesia, y en su nombre, se realizan siguiendo los libros litúrgicos oficiales.

Evidentemente reflejan de modo auténtico el sentir y la fe de la Iglesia. En la liturgia se verifica especialmente la potestad de magisterio. Cuando el magisterio propone a los fieles cómo han de dar culto a Dios, tiene una particular asistencia del Espíritu Santo para no equivocarse y ofrecer un camino cierto y seguro de santificación, ya que se trata de la más importante finalidad de la Iglesia.

Donde principalmente se enseña a los fieles la doctrina y la vida cristiana, es en la Misa. Pues bien, el culto público al Sagrado Corazón, fue canonizado en 1765 por Clemente XIII, al introducir su fiesta litúrgica, con Misa y oficios propios.

Esta enseñanza, mediante la liturgia, la imparte la Iglesia con frases suyas o con frases tomadas de la Es-critura (bien en su sentido propio, bien en un sentido acomodado). En las recientes modificaciones introducidas con nuevas lecturas y el evangelio en la nueva misa del Sagrado Corazón, el tema bíblico dominante es el del amor de Cristo que se presenta como Buen Pastor.

La importancia que la Iglesia concede actualmente al Sagrado Corazón, está subrayada por la categoría de su fiesta, solemnidad de primera clase, de las cuales sólo hay 14 al año en el calendario universal.

Además, la fiesta de Cristo Rey, también solemnidad de primera clase, está estrechamente unida a la espiritualidad del Sagrado Corazón. Pío XI declaró al instituirla que precisamente a Cristo se le reconoce como Rey, por familias, ciudades y naciones, mediante la consagración a su Corazón. Y determinó que en dicha fiesta se renovase todos los años la consagración del mundo al Corazón de Cristo.

Toda esta actitud litúrgica de la Iglesia tiene la finalidad de estimular nuestra práctica cristiana poniendo especial interés en celebrar su fiesta: comulgando, asimilando sus enseñanzas, utilizando las oraciones litúrgicas, la consagración, etc. Como decía Pío XI en la encíclica Quas primas: “las celebraciones anuales de la liturgia tienen una eficacia mayor que los solemnes documentos del magisterio para formar al pueblo en las cosas de la fe.”

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