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Oir a Dios y hablar de Él: 23º Domingo del tiempo ordinario

por Padre Juan

La liturgia de la Misa de este domingo es una llamada a la esperanza, a confiar plenamente en el Señor. En un momento de oscuridad, se levanta el Profeta Isaías para reconfortar al pueblo elegido que vive en el destierro1. Anuncia el alegre retorno a la patria. Decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará. Y el Profeta vaticina prodigios que tendrán su pleno cumplimiento con la llegada del Mesías: Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial.

Con Cristo, todo el hombre es sanado, y las fuentes de la gracia, siempre inagotables, convierten el mundo en una nueva creación. El Señor lo ha transformado todo, pero las almas de modo muy particular.

El Evangelio de la Misa narra la curación de un sordomudo. El Señor lo llevó aparte, metió los dedos en sus orejas y con saliva tocó su lengua. Después, Jesús miró al cielo y le dijo: Effethá, que significa: ábrete. Al instante se le abrieron sus oídos, quedó suelta la atadura de su lengua y hablaba correctamente.

Los dedos significan una acción divina poderosa3, y a la saliva se le atribuía cierta eficacia para aliviar las heridas. Aunque son las palabras de Cristo las que curan, quiso, como en otras ocasiones, utilizar elementos materiales visibles que de alguna manera expresaran la acción más profunda que los sacramentos iban a efectuar en las almas. Ya en los primeros siglos y durante muchas generaciones, la Iglesia empleó en el momento del Bautismo estos mismos gestos del Señor, mientras oraba sobre quien iba a ser bautizado: El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda a su tiempo escuchar su Palabra y proclamar la fe.

En esta curación que realiza el Señor podemos ver una imagen de su actuación en las almas: libra al hombre del pecado, abre su oído para escuchar la Palabra de Dios y suelta su lengua para alabar y proclamar las maravillas divinas. En el momento del Bautismo, el Espíritu Santo, Digitus paternae dexterae7, el dedo de la diestra de Dios Padre, como lo llama la liturgia, nos dejó libre el oído para escuchar la Palabra de Dios, y nos dejó expedita la lengua para anunciarla por todas partes; y esta acción se prolonga a lo largo de nuestra vida. San Agustín, al comentar este pasaje del Evangelio, dice que la lengua de quien está unido a Dios «hablará del bien, pondrá de acuerdo a quienes no lo están, consolará a los que lloran... Dios será alabado, Cristo será anunciado»8. Esto haremos nosotros si tenemos el oído atento a las continuas mociones del Espíritu Santo y si tenemos la lengua dispuesta para hablar de Dios sin respetos humanos.

Existe una sordera del alma peor que la del cuerpo, pues no hay peor sordo que el que no quiere oír. Son muchos los que tienen los oídos cerrados a la Palabra de Dios, y muchos también quienes se van endureciendo más y más ante las innumerables llamadas de la gracia. El apostolado paciente, tenaz, lleno de comprensión, acompañado de la oración, hará que muchos amigos nuestros oigan la voz de Dios y se conviertan en nuevos apóstoles que la pregonen por todas partes. Esta es una de las misiones que recibimos en el Bautismo.

No debemos los cristianos permanecer mudos cuando debemos hablar de Dios y de su mensaje sin trabas de ninguna clase: los padres a sus hijos, enseñándoles desde pequeños las oraciones y los primeros fundamentos de la fe; el amigo al amigo, cuando se presenta la ocasión oportuna, y provocándola cuando es necesario; el compañero de oficina a quienes le rodean en medio de su trabajo, con la palabra y con su comportamiento ejemplar y alegre; el estudiante en la Universidad, con quienes tantas horas ha pasado juntos... No podemos permanecer callados ante las muchas oportunidades que el Señor nos pone delante para que mostremos a todos el camino de la santidad en medio del mundo. Hay momentos en los que incluso resultaría poco natural para un buen cristiano el no hacer una referencia sobrenatural: en la muerte de un ser querido, en la visita a un enfermo (¡qué horizontes podemos abrir a quien sufre al pedirle, como un tesoro, que ofrezca su dolor por una intención, por la Iglesia, por el Papa!) cuando se comenta una noticia calumniosa... ¡Qué ocasiones para dar buena doctrina! Los demás la esperan, y les defraudamos si permanecemos callados.

Muchos son los motivos para hablar de la belleza de la fe, de la alegría incomparable de tener a Cristo. Y, entre otros, la responsabilidad recibida en el Bautismo de no dejar que nadie pierda la fe ante la avalancha de ideas y de errores doctrinales y morales ante los cuales muchos se sienten como indefensos. «Los enemigos de Dios y de su Iglesia, manejados por el odio imperecedero de satanás, se mueven y se organizan sin tregua.

»Con una constancia “ejemplar”, preparan sus cuadros, mantienen escuelas, directivos y agitadores y, con una acción disimulada –pero eficaz–, propagan sus ideas, y llevan –a los hogares y a los lugares de trabajo– su semilla destructora de toda ideología religiosa.

»—¿Qué no habremos de hacer los cristianos por servir al Dios nuestro, siempre con la verdad?». ¿Acaso vamos a permanecer impasibles? La misión que recibimos un día en el Bautismo hemos de ponerla en práctica durante toda la vida, en toda circunstancia.

Como anuncia el Profeta Isaías en la Primera lectura, llega el tiempo en que se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará... Estos prodigios se realizan en nuestros días con una hondura inmensamente mayor que aquella que el Profeta había previsto; tienen lugar en el alma de quien es dócil al Espíritu Santo, que el Señor nos ha enviado. Pidamos fe y audacia para anunciar con claridad y sencillez las magnalia Dei11, las maravillas de Dios que hemos visto cerca de nosotros, como hicieron los Apóstoles después de Pentecostés. San Agustín nos aconseja: «si amáis a Dios, atraed para que le amen a todos los que se juntan con vosotros y a todos los que viven en vuestra casa. Si amáis el Cuerpo de Cristo, que es la unidad de la Iglesia, impeled a todos para que gocen de Dios y decidles con David: Engrandeced conmigo al Señor y alabemos todos a una su santo nombre (Prov 21, 28); y en esto no seáis cortos ni encogidos, sino ganad para Dios a cuantos pudiereis con todos los medios posibles, según vuestra capacidad, exhortándolos, sobrellevándolos, rogándolos, disputando con ellos y dándoles razón de las cosas que pertenecen a la fe con toda mansedumbre y suavidad»12. No quedemos callados cuando es tanto lo que Dios quiere decir a través de nuestras palabras.

San Marcos nos ha conservado la palabra aramea que utilizó Jesús, effethá, ¡ábrete! Muchas veces, el Espíritu Santo nos ha hecho llegar de distintas maneras, en la intimidad del alma, este mismo consejo imperativo. La boca se ha de abrir y la lengua se ha de soltar también para hablar con claridad del estado del alma en la dirección espiritual, siendo muy sinceros, exponiendo con sencillez lo que nos pasa, los deseos de santidad y las tentaciones del enemigo, las pequeñas victorias y los desánimos, si los hubiera. El oído ha de estar libre para escuchar atentamente las muchas enseñanzas y sugerencias que nos quiera hacer llegar el Maestro a través de la dirección espiritual.

Con sinceridad y docilidad la batalla está siempre ganada, por muy difícil que se presente; con la doblez, el aislamiento y la soberbia del propio criterio, está siempre perdida. Es el Señor quien cura y utiliza los medios que quiere, siempre desproporcionados. San Vicente Ferrer afirmaba que Dios «no concede nunca su gracia a aquel que, teniendo a su disposición a una persona capaz de instruirle y dirigirle, desprecia este eficacísimo medio de santificación, creyendo que se basta a sí mismo y que por sus solas fuerzas puede buscar y encontrar lo necesario para su salvación... Aquel que tuviere un director y le obedeciere sin reservas y en todas las cosas –enseña el santo–, llegará a la meta más fácilmente que si estuviera solo, aunque poseyere muy aguda inteligencia y muy sabios libros de cosas espirituales...».

En la Santísima Virgen tenemos el modelo acabado de ese escuchar con oído atento lo que Dios nos pide, para ponerlo por obra con una disponibilidad total. «En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando “la obediencia de la fe” a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando “el homenaje del entendimiento y de la voluntad” (Const. Dei Verbum, 5)»15. A Ella acudimos, al terminar nuestra oración, pidiéndole que nos enseñe a oír atentamente todo lo que se nos dice de parte de Dios, y a ponerlo en práctica.

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